Una mecedora le pone cuerpo a lo que nos pasa. La esperanza como siempre en la lista de espera. Un poco de betún por el camino y un clima sin prisa para que brille la estrella en nuestra banqueta. El turbio pasar de las horas desde 1989 y esos pedazos de limón rondando el cuello del curandero. Las frescas manos envueltas en la merienda encontraron el sabor nutritivo del crecimiento. El conflicto es una aguja en nuestras cabezas por eso los nervios nos patinan en la desesperación del oído medio. Justino viajó en el tren de las ocho, cruzó los siete puentes hasta llegar a la estación. Sus papeles en orden y su sangre hirviente. Con ademán quebrado tomó café negro en la estación. Ya no fumaba, mordió con la mirada a la vecina rubia que se deleitaba con un cigarro largo y blanco. Seguro de encontrar a quien curar se puso su túnica, sus limones y caminó hacia el mercado. En el piso extendió un mantel rojo y comenzó a patalear y chillar, sacó un pez muerto de su bolsillo y pronto tuvo a su alrededor curiosos de mil penalidades.
Fuimos testigos como sus manos mejoraban a señoras devoradas por la hinchazón del vientre; enajenados hombres babeantes con la luz perdida; niños que vomitaban a toda hora. El amor de siempre cubrió a Justino, lo llenaron de besos y así lo llevaron en andas derramando su sangre hasta la cañada.
No faltarán dolencias y curanderos por venir. Nos repetimos todos al entrar en nuestras casas.