miércoles, 21 de noviembre de 2012

La señorita de la rua Bombarda



Subir y bajar por las calles era el ejercicio ciudadano de todos sus días. Imposible correr, los adoquines se enterraban en sus tacones; sus pantorrillas, siempre adoloridas, mostraban su fatiga. Ella, fastidiada de tantos ungüentos y genéricos, por las noches aplicaba un cataplasma de cebolla para desinflamarlas y encontrar consuelo.

Como toda buena rutina ejercida, pasaban los días sin que se diera cuenta que era observada por un hombre de apostura urbana, es decir, traje y corbata y un portafolio de piel tan deteriorado como los predios al su alrededor.

- Hola, arremetió deteniéndose la corbata y en tono de voz discontinuo.

- ¿Qué tufo es ese? Exclamó la señorita de la rua Bombarda.

- Cosecha 1932 mi querida.

-  ¡Apártese!

- Disculpe mi atrevimiento. No quiero asustarla…No. No se marche… Déjeme explicar.

- ¿Qué quiere? No tengo monedas.

- Hace tiempo que la observo y no puedo evitar decirle que sus pantorrillas son de ensueño. No tengo escapatoria. Se quedan fijas en mi cabeza todo el tiempo. Los chicos de hoy ya las hubieran tocado pero…

La señorita de la rua Bombarda, incrustada en el adoquín de la banqueta sintió que era devorada; recorriéndole un calor intenso dentro del cuerpo, envejecido en barricas de olvido. Sin escuchar las suplicas del hombre urbano, comenzó a andar con paso firme, sabedora de los efectos que causaba.

Al legar a su casa aventó los zapatos, se quito las medias de nailon y frente al espejo, suavemente comenzó a untarse el cataplasma de cebolla, sintiéndose adolorida y alagada. 


Sergio Astorga
Tinta/papel