Todo pudo resolverse con los mangos en almíbar y algunos
suspiros estivales. Pero, tenían que venir esos humos, esas historias tambaleantes. El ritual de venerar las buenas
posturas del silencio en la mesa, quedaron de nuevo sojuzgadas. Ella tenía que
contar, decir sus letanías, su duelo perdido entre la misma sal de los repollos.
Es verdad, su vida no era dulce, se puede decir, entre dietes, que los nudillos
siempre estuvieron en su rostro
grabados. La cara pulida de tanta operación, sus ojos secos, esa manía de
esconder las tundas para todos evidentes. Y ese gesto de querer irse y no poder desprenderse de su equipaje. Se
acabaron los diminutivos. A la hora de comer una inválida sensación de hartazgo nos invade.
Ella aún recuerda ese dialogo, eran las seis de la tarde,
hora de recoger a su hijo de la escuela.
- Prométeme que nunca más…
- No lo quise hacer- dijo con fastidio. Te pones necia y bien sabes que no tengo paciencia
Cuando la veíamos arañar
el mantel sabíamos que los recuerdos se le agolpaban. La voz en su memoria
levantaba su recuerdo y algo ardía en su interior porque sus palabras eran de
fuego. Era un crimen y muchas veces, se lo habíamos dicho, traer ese dolor a la
hora de comer, no tenía sentido. Era amargarnos con el oscuro mensaje de sus apariciones,
a la hora en que nos juntamos los que todavía quedamos con cierta alegría de
vivir. Por qué no sobrepasa el recuerdo, por qué no muerde una manzana con
furia y busca en ese acto desembarazarse de esas luchas con un pasado que nos
devora a todos. Se acabaron nuestras siestas húmedas y tranquilas. Se rompieron
los lazos y sólo tenemos fragmentos de compañía. No entendemos esta obstinación
perversa. Por qué el ocio del dolor se intrinca entre nosotros si ella siempre
tuvo la mesa puesta.
Sergio Astorga Acrílico/ tela 60 x 80 cm.