Se comía a sí mismo todos los días. Se mordía primero los
codos para seguir con sus manos electivas, y dejaba para lo último el hígado
hinchado. Sus esperanzas de hombre quedaron entre los incisivos y los molares.
Su pequeño infinito se extinguió entre sus jugos gástricos. Su memoria era tan
concisa y amplia que su pasado quedó como verde follaje, rumiando en ese cielo
oscuro de las vísceras. Su conciencia, barbeada por glucosa, no sentía su
anémico vacío.
Era tenaz, no cabe duda, dejo de darse cuenta de sus límites y ni por
eso cambio de parecer. El amor a su persona lo nutria.
Sergio Astorga
Acuarela/papel 20 x 20 cm.