Esos cantos hambrientos suben al cielo. La plenitud de las constelaciones tocan el pecho del gallo y sus guerreros. El mundo es un metal fundido, despejado de los símbolos como solitario combatiente. Es estéril el triunfo pero el ardor de las antorchas ennegrece el mito, ese ejército que marcha sin nombre y sin bandera. Los pechos y sus fantásticos fantasmas hacen boda con la tierra. La quietud no sólo es del vencido, también es del incrédulo que no quiere cruzar el borde de su identidad.
Así es la solitaria caricia de la madre muerta.
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