Una complejidad aromática donde prevalecían pensamientos frutales, con ciertas
reminiscencias de ciruelas y cerezas, hacía
de su carácter un bálsamo. Para todos aquellos, que por casualidad, se topaban
con ella los días de guardar, quedaban complacidos de frescura y equilibrio.
Nadie sabe cuál es el motivo de su final amargura y acidez.
Ese cuerpo tan enamorado de cortesías fue perdiendo garbo. Una especie de
masoquismo le fue subiendo por los
brazos hasta que una serie de mosquitas de fruta revoloteaban en sus
ideas más antiguas. Era penoso mirarla,
nadie puede extrañarse entonces, que ella, dándose cuenta de su deterioro
buscara el abandono y un rayito de sol cuando llegaba el verano. También era un
descanso saber que ella no residía en un rascacielos y podían todos sus
antiguos admiradores asomarse por la ventana cuando la cortina estaba un poco
corrida. Se dio el caso que una señora tuvo neurálgicas lágrimas al verla toda
macerada, envuelta, según contó, en una especia de coágulo color de uva.
Hemos estado a pensar, sin violencia, amablemente, si estos sucesos
no son signo de los tiempos actuales que no dejan de fomentar el salvaje anonimato.
Sergio storga
Acuarela/papel 20 x 30 cm.