Amanece amarrado a una melancolía llegada de occidente. Se acuerda de sí mismo, cuando los signos inquebrantables se escribieron por primera vez. Su casa es sosegada, compuesta de días suaves y fruta fresca. Se abotona la camisa como esos animales que por monotonía se dejan certificar con un número en la oreja. Él, es emocionalmente estable, se queja como todos, imparcialmente y, se complace por tener su masa crítica muy objetivada. Considerando que su tristeza es natural, podemos hasta quererlo, bueno, siempre y cuando reduzca sus peticiones al mínimo.
Ante la puerta de su casa espera a mamá, como niño aldeano. Husmea desde hace treinta años su llegada, preguntándose el porqué se le hizo tarde. Solloza, porque todos están durmiendo eternamente. Muerde una pera y canturrea una bulliciosa canción.
Fatigado, quiere ser miliciano y corre con todo y pecho al abrigo de la frente y de la sábana. Como buen arquitecto, construye de nuevo el puente para seguir mordiéndose los codos con los vivos.
Entendámonos, parece que el mundo tiene el sudor de la nube de los acéfalos signos.