Era de un verde bien trabajado de clorofila entrelazada
por siglos. En la médula de la esmeralda nadaba su reino. Tenía unas patitas de
mujer paisaje y en su blanco humor de alegría encallaba su lecho. Su eternidad
era dura y su amor visible. Las orugas, como séquito embelesado, subían por su
cuerpo que se estremecía al sentir el calor de sus patas y su baba toxica. Era
entonces que tenía esos sueños clamorosos. Esos sueños liados con vuelos de
mariposas y sustos de aguacero. Enormes hojas le daban esa calidad de princesa.
Sentía el corazón de hierba ardiente y en los límites del ensueño era
equitativo el juego con el macho. Las raíces se bañaban con agua bronca y los
mosquitos mordían con furia sus pantorrillas. Todo era furtivo. En ese humus de
sueño liquido donde los cortesanos huían
despavoridos. Sin temor, se tocaba los
pechos para sentirse excitada. De la liana de su cabello subían y bajaban las
resonancias glaucas. Toda la noche se meneaba en esa cintura ancha.
Al alba, los espesos musgos ocultaban la sutura de la
fiebre para acallar el rumor de la envidia de los que tienen la carne quemada.
Cuando llegaron las polillas ya eran de carbón sus invocaciones.
Sólo puedo añadir, que su reino floreció entes de que el volcán
humeara y los compases binarios se
escucharan por el paso de los ríos. Antes de que la primera sirena fuera vista
en aguas de América. Cuando los pescadores tenían hipocondría por el azul y las casas se construían de barro.
Sergio Astorga acurela/papel 50 x 70 cm