Para inventar que somos salimos a las calles, al mundo.
El paraíso que se perdió para siempre se mete en los zapatos y andamos, nos
movemos en esa tira de la peregrinación desde el Mítico Aztlán hasta estas ruas
(calles) de Porto, de un Portugal que se llenó los pulmones con mis primeras
lecturas de Camões o de Pessoa, antes, mucho antes de saber que estaría a la
sombra de un salgueiro (sauce).
Hay un pie en el tiempo y otro endurecido por la
espera, y esta luxación es la misma que tuve cuando en la Ciudad de México me
sentaba en la Alameda, en frente del Palacio de Bellas Artes a rondar los mármoles
del vestíbulo con la imaginación y el bolsillo vacío. Sé que es una obsesión de
hueso seguir insistiendo para que al árbol le crezcan ramas nuevas, si los rostros
de mis muertos yacen en el Mictlán y la humedad de la memoria se filtra por
esto días.
De la mano del bochorno, desde la ventana se alcanza a distinguir
una franja del oceano Atlántico, tan horizontal, tan quieto, que parece mentira
tanta furia de olas; tanta marinería; desde aquí sólo se enciende cuando el sol
deja la sutura destellante al ocaso.
La vocación de ver y esta necesidad de evocación, se
organizan en estos pasos sin brújula y la gana de pasar de brisa en brisa por
estas ausencias geográficas han llenado las malas (maletas. Valijas).
Quetzalcoatl partió del Golfo de México y no ha
regresado, su cuerpo se enreda y se confunde con otras plumas, su imagen se
conjura entre el tezontle y el granito a la hora en que estas palabras bajan
por las escadas (escaleras) del morro donde moro. Todo será promiscuo, como el
tiempo que se narra.
Sergio Astorga
*Las maletas o las valijas.
Porta retratos en madera pintado con acrílico.
Fotografía de una casa en la Ribeira, Porto.