De tanto esperar al tren se le rompieron las rodillas. Progresivamente
el fierro de sus huesos deambuló por los
andenes relativamente saludables. Pocos lo han visto. De noche es una
inquietante luz roja dando círculos y de
mañana se abraza al reloj de la estación e intenta mover el minutero sin
conseguirlo.
Sobre cada pupila abierta a la llegada del tren hay otra
mirada sin peso que nunca sabrá lo que
es ir o venir. Tal vez, las imágenes ya oxidadas se encajen en las esquinas del
viaje y los caminos se crucen en la espera, sonámbulos, sin alcanzarse nunca.
Los perros ladran como si presintieran la llegada. Pero
no existen ni pies ni cabeza en este éxodo. Dentro de este tiempo hay otro
tiempo que ya se ha marchado por otras estaciones que arden y se apagan. Por
eso, cuando el tren se marcha, una madeja se le enredó en el pecho y mil
astillas se clavan a cada instante.
Sergio Astorga
Tinta/papel.