Cansado de carecer de antenas que le
pudieran avisar de los peligros de los jardines que recorre en los alrededores de
la ciudad. No sabe porqué no se aparta de su cuerpo ese silencio muerto; esa
calma sin luna. ¿Qué hacer? Sin horario, mezclado con el barro, con las
lombrices, recluido con esos vecinos rastreros. Un camino, una casa, sus ruidos,
es lo que busca a tientas con los nervios de anélido, de bicho raro. Escucha
las gotas de la lluvia, saluda a los caracoles, les envidia su concha, sus
antenas. Como siempre, rodando a ciegas no encuentra el derrotero. Cuánta
monotonía. Socavan su ritmo vacío. Sólo, entre miles de insectos que saben a dónde
van. Aquí o en otro lado, la tierra le
penetra por las venas, le duele su cuerpo, su cabeza, su recuerdo. Por el
vidrio baja una araña, asfixiada, como si estuviera fuera de propósito. La mira
y encuentra consuelo. Busca meterse entre las hojas y espera a que pasen las
horas. Llorar a lágrima viva hasta que se inunde esta hojarasca lo que resta
del día.
Lo consigue.