Cuántas veces llamó a
su puerta. Daba dos toques con la manita de fierro incrustada sobre la madera.
Siempre pensó que esa mano era el guardián de entrada. Si no se tocaba con moderación,
un sonido sordo alertaba a los habitantes de la casa. Llegar y entrar, sólo se
lograba si esa manita era bien agasajada. Cuántos cobradores estuvieron tocando
de mala manera por meses sin que esa puerta se abriese. Él lo sabía. Al llegar,
tomaba con delicadeza los dedos inmóviles y con el refinamiento de un roce
labial, daba dos toques. Un sonido terso se producía. Entonces, asomaban unos
risos rubios y una sonrisa de granada, que bien valían tantos intentos fallidos.
Un día, como otro
cualquiera, sin sobresaltos o contraseñas, la puerta no se abrió. Acarició la manita; le cantó, le limpió el poco óxido naciente entre los dedos. Como respuesta: un
silencio sepulcral retumbó en sus oídos.
Hoy, al pasar por el portón
se puede apreciar la manita hinchada y corroída. Ningún rizo volvió asomarse
desde entonces.
Sergio Astorga Fotografía batente en las ruas de porto.