Ya no quiere miel, ni hacer piruetas, ni subir al árbol, ni siquiera morder bellotas. Quiere comer sopa en la casa de ricitos. Ha soñado con ella en el bosque, en el turbulento río cuando atrapa salmones vivaces. Todo es inanimado sin esa faz; sin esa ardorosa mirada que lo bordea y afila sus garras sin quererlo. Es él que nos dice que se pierde; se ríe de su gloria y quiere ser piel desollada y narrado en otro cuento, no importa que se distorsione su historia.
Él se muere por un beso de ricitos, la de oros en los cabellos e infinitas bocas. Los sueños de un oso nos obliga a condolernos cuando lo vemos aturdido en un plato rodeado de papas y besado por los jugos de naranja y cacahuate.