Diente a diente se comía la soberbia. Le sabía bien, un
sabor a hongo, decía. A tierra abultada,
confirmaba. Lo conocí el día del
Tlacuache, cuando los danzantes visten
de pantalones amarillos y los tambores
secretean sus sonidos entre los árboles.
Él era hombre de trabajo, de manos
calludas que sabían machacar la
arrogancia, esa que va creciendo como la yerba al lado del camino. Después de
comer se puso a descansar.
Los señores del inframundo festejaban la partida del día.
Los lazos de las horas comenzaron a quedar inquietos y los retazos de luz se
fueron quedando en los rincones.
Mañana vamos a sembrar para que dejes algo vivo -me dijo. -No te puedes ir así, a lo vacío.
No hice caso y desde entonces traigo la jactancia entre los dientes.
Sergio Astorga
Tinta/papel