Los afilados
tacones le entorpecían el paso. Sin embargo, no perdió la compostura cuando
entró al Miguel Ángel.
- Benvenutti
senhorina, la recibió el dueño.
Dócil, se
dirigió a una mesa del fondo. Un vaso de agua pidió. En tanto miraba el menú.
Discretamente el pie derecho comenzó a sobar al izquierdo. Como dos puñales los
zapatos hacían juego con la alfombra roja
- ¿Ya decidió
minha cara?
- ¿Habla
español?
- Lo percibo.
- Un linguini
por favor. Tarde todo lo que pueda tengo poca hambre y no me gusta la pasta.
Sacó de su
bolso Versace un colorete, repasó sus labios y un carmesí cretino iluminó sus
delgados labios. Su mirada delineada hasta la entelequia se posó en su reloj
dorado. Cuatro menos diez, tengo veinte minutos espero que estos pies se
repongan. Sin convicción miró llegar su linguini. Pidió pan y parmesano.
- ¡Oiga, esto
esta delicioso! le dijo al mesero.
- Senhorina,
el restaurante Michelangelo es el mejor de Estocolmo.
- ¿Y es muy
conocido?
- No hay
mejor en Gamla Stan.
Fijó su
mirada en la pueta de entrada. Estaba segura de que no la siguieron. Entró
rápidamente a la calle Västerlånggatan. Si no fuera por los zapatos hubiera
llegado fácil a la estación del metro.
Pidió café y
encendió un cigarro. Excitada, veía el reloj. A las cuatro quince pidió la
cuenta. Marcó el número en su teléfono. Una voz masculina se escuchó.
- God
eftermiddag.
-Tengo prisa,
voy a hablar en español. Lo tengo. Son treinta páginas… Sí. Estaba en el Museo
Nobel, donde dijiste, en la vitrina de Tomas Robert Lindahl. Voy al hotel.
- Cuídate,
que no te sigan. Los divorcios tienen puntos flacos.
- No te
preocupes diré que los encontré en el sótano de nuestra, perdón, de mi casa.
Se puso los
zapatos y no pudo evitar que todas las miradas observaran sus pasos lastimosos.