Daba las gracias todo el día. Animal o cosa eran saludados con una genuflexión y un sonido amable de palabras.
¡Buenos días señora bonita! ¡Buenos días, coche! ¡Buenos días charcos y llanos! ¡Buenos días mi casa y la de todos!
Era buen hombre, un tonto para sus compañeros de trabajo y un ángel para las señoras hartas de fregar el día con la escoba, el plumero o en la oficina tolerar a su jefe.
De bruna sangre, logró sobrevivir a sus muertos. De ojos claros a fuerza de parpadear, Danilo, era una fogata de amor. Tenía una razón siempre para aligerar el peso de los días. Un guía. Un hábil para encontrar el rumbo.
Un día, Danilo, se subió al lomo del alcohol. Le entró el desánimo por el pecho y lo enturbió de norte a sur. Es como si se apagara el sol, decían. Como si de repente algo se le rompiera por dentro y se empachara de dar las gracias. Por nada. Ese ritual de apaciguar el grito por el canto.
Danilo se vio caer, rodar por las calles y entre vómitos asegurar que la desdicha es tan frágil como el sereno. A veces, refrenda: la dignidad es un la ra lá que desafina.