Le viene de lejos esa historia. Le hace esconder su
ira debajo de su trenza. Esconder la luz en su pañuelo. Encontrar su papel, su
persona en escena. Le vino la grandeza sin dicha. Prosapia de sangre, de
apellido y de torcedura de tobillo. Célebre, su capa roja era buena para
sofocar, para matar sin dolor. Como si una gran vulva cubriera esos rostros
fieros que la perseguían por el supermercado, por el almacén y se volvían locos
con la mirada extraviada, sedientos de beso. Ella no se tocaba, sabía que sus
zapatillas rojas eran ajenas a la lascivia. Ella sabía que era mala para
preguntar, para tocar puertas. No sabe a qué historia pertenece su destino.
Sobre su amapola, negras horas. Su bosque mental se plancha como la camisa de
franela, la misma que heredó de su hermanastra salvaje, muerta de parto cuando
los abogados le metieron mano. Yo no sé, pero sus ojos de Magdalena quedaron
como noche de diciembre, sin cena, sin abrazos. Ella sufre solamente, sin
explicarse las causas. Nada puede perturbar sus ganas de explorar la urbe y
tirarse en el asfalto, ayunando de universo. Le falta espalda y le sobra pecho.
Sufre de padre como de liquidez. Estudió enfermería, le gustaba controlar el
dolor. Sofocarlo. Entonces llora y se sufre desde lejanos tiempos. Nosotros
sabemos, al fin hombres, que estamos lejos, que no vemos las piezas que unen, y
nos crece un odio general por no entender, como ella, cuál es el papel que
vamos olvidando sin querer siquiera.