Yo sabía que la amistad se colorea como las píldoras que le daban a mamá para distraer su agonía. Lo sabía, porque sí. Nadie me lo dijo. Él es muy egoísta, pocos días conviviendo, y siempre creo que es otro. Es amable, deja hablar a los demás. Si no fuera mi medio hermano de seguro me dolería menos.
Se conocieron tarde, él, hijo de su padrastro y ella a su vez hija de una madre difunta. Llegaron a la casa de su mismo padre, cómo negarlo. Después del velorio se dieron la mano y un beso en el cachete, frío, húmedo y arrepentido. Él, un solterón correoso, ella, novia siempre dispuesta, exigente, repleta de manías.
-Podíamos ser amigos. Le dijo ella con ilusión.
-No necesariamente, contestó tajante, abrochándose el primer botón de la camisa.
El silencio de la casa tiene el humo de mamá. Los cigarrillos eran la llave de su paraíso. Cuando llegó mi medio hermano y me contó la enfermedad de su abuela, me sentí acompañada.
Supongo que todo empezó como un juego, ella lo miró, con las precauciones de siempre, indiferencia, mirada diagonal y fingiendo desinterés, él, aburrido como era, ni siquiera la saludó, solamente ojeo las bellas rodillas que se asomaban por su falda verde de una tela sintética y carente de estilo.
Mamá nunca quiso mudar de marca, eternamente los mismos cigarrillos sin filtro, de esa cajetilla blanda con un logotipo en forma de blasón. Desde niña los compraba en la tienda de Doña Rosita, al otro lado de la casa, esperaba siempre ansiosa que me mandara comprar porque me quedaba con el vuelto y ya sin preguntar, compraba unos muñequitos de goma. Me gustaban los azules, sabían a menta. No tengo dudas, esta casa tiene cuando queda en silencio el humo de mamá. ¿Será posible? Ellos se divorciaron cuando yo tenía once años, ¿seguían viéndose? No lo creo. Mamá quedó muy herida, con un rencor que se le notaba cuando escuchaba su nombre, apretaba el puño como si quisiera golpear hasta la imagen. Pero huele al humo de mamá, ella era un cigarro, impregnada en piel y cabellos.
Él, vivía con su abuela en una casita pequeña de granito en Guimarães. Trabajaba en una tienda de herrajes. Vendía de todo, hasta apeos de labranza. El dueño de la tienda lo estimaba, podía contar su vida sin que su empleado lo interrumpiera y de vez en vez le preguntaba como si estuviera interesado. Él, aprovechaba esta circunstancia y sacaba provecho. Ganaba lo suficiente para mantenerse. Vivía con su abuela. Enferma, tenía que bañarla todas las noches con agua tibia para que las llagas ulceradas no se infectaran. Ella, dueña de la casa, lo miraba suplicante y agradecida. Quería morirse y no podía. Él, ignoraba esas miradas y pasaba la esponja por la piel de su abuela, así hallaba consuelo.
El papá vivía en la capital, dentista de profesión, tenía su consultorio y no le faltaba clientela. Cordial y con la labia florida, engatusaba a sus pacientes. Con la boca abierta escuchaban sus historias salpicadas de groserías que aprendió en la tropa cuando estuvo en la marina mercante. Ganaba bien y se daba sus lujos nocturnos, baile y amor eran sus debilidades. Viudo por segunda vez, tenía los impulsos controlados y el bolsillo para comprar medias horas de felicidad.
Él, llegó en el tren de las cinco, tomó un taxi. La casa de su padre tenía dos pisos, una reja negra y una puerta muy antigua de “carvalho” bermeja. Tocó el timbre y esperó a ver el rostro de su padre. Dilató las pupilas cuando vio a su media hermana abrir la puerta. Sabía de su existencia, pero nunca la había visto. Se dieron la mano y un beso en la mejilla. Ella gustó.
- Lamento lo de tu madre, le dijo solemne.
- Gracias, le dijo ella esquivando la mirada.
- Los he llamado, dijo el padre vestido con una blanquísima bata de dentista con su nombre bordado en el bolsillo izquierdo en color azul: Dr. Rovira. Los he llamado, para confraternizar, para limar asperezas. Ya es tiempo que la desgracia que han vivido, tú con la muerte de tu madre y tú, con la muerte de tu abuela, dijo seguro, como prescribiendo un desinflamatorio y analgésico, ya es tiempo de conocernos. No esperaba contestación, sabía que habría reproches y para evitarlos, continuó con su mejor sonrisa. No quiero que comprendan, sólo que admitan, es hora de la verdad y no hay fórmulas. La verdad vacía vanidades. No hay que llorar de más y lo digo por ti, Armando, eres hombre y sabes que aguantar es buscar solución. Puedes pensar cualquier cosa, pero no te voy a dar cargas inútiles. Tú, mi olvidada Liliana, será más difícil el consuelo, pero sábete que lo voy a intentar. El Dr. Rovira continuó con palabras simpáticas.
- No sigas, papá, que no estás con tus pacientes, dijo Armando fastidiado buscando el cuarto de baño. Quería orinar, siempre que se estresaba tenía que orinar.
- Yo estoy de acuerdo con Armando, Dr. Rovira.
- Sé que nunca me llamaras papá, tampoco lo busco.
- Es mejor así, dijo ella, alisando su pelo negro lacio. Asomaban algunas canas en la raíz.
- ¿Qué es entonces lo que quieres? dijo él, regresando del baño, todavía intentando secarse las manos con el pantalón.
- Sólo quiero que se conozcan. Los pocos días que pasaran en esta casa ayudaran. Les informo que el notario viene mañana. Voy a firmar el testamento y quiero que escuchen ahora, para evitar confusiones.
- No me interesa. Puedes dejarme en paz. Dijo él, enrojecido, apretando el puño como si preparara un golpe.
- Eso lo decido yo. Gritó el Dr. Rovira, sólo escucha y convive con tu media hermana, sólo unos días. Después te marchas si se te pega la gana.
Ella, fingiendo estar calma y acostumbrada a presenciar escenas en conflicto se tocó el estómago y dijo lastimosamente, mientras ustedes se confrontan yo muero de hambre, ¿les parece correcto?
¡Igualita a tu madre! Sentenció el Dr. Rovira. Me acuerdo de que siempre se escabullía a los conflictos elegantemente. La comida está lista, pasemos al comedor, contraté una señora que guisa estupendo.
Él y Ella se sentaron frente a frente y el Dr. Rovira en la cabecera. Comieron en silencio como si hubiese un toque de queda. Llegaron al café y ninguno se atrevió a comentar por la rica cena, arroz de pato y un postre de fresas con chocolate negro. Estoy muerta de sueño, dijo ella. Tendremos tiempo de platicar mañana. dijo el Dr. Rovira. Sus cuartos están en el primer piso, me tomé la cordura de poner sus iniciales en la puerta para evitar palabras sin sentido.
Él y Ella, entraron a sus respectivos cuartos indiferentes. Ni unas buenas noches.
Este cuarto huele a mamá, no tengo dudas. Se movía alrededor del cuarto levantando almohadas y abriendo los roperos vacíos. Ni siquiera abrió su maleta. Se recostó y adormeció. A las tres de la mañana no pudo resistir la tentación de preguntar a su medio hermano sobre su vida. Se levantó y dio tres tímidos golpes a la puerta de su medio hermano. Él abrió de inmediato. No podía dormir.
- ¿Qué quieres?
- Conversar, dijo ella, tratando de acomodar la blusa medio abierta. Sé que nuestros padres son distintos. Nuestras madres nos parieron antes de conocerlo. Podíamos ser amigos. Le dijo ella con ilusión.
-No necesariamente, contestó tajante, abrochándose el primer botón de la camisa.
El Dr. Rovira, con el oído sobre la puerta, intentaba escuchar. Se frotaba las manos un poco por el frío de la desvelada y otro tanto por la esperanza de que pudiera tener ahora sí, una familia completa para su vejez. Voy por el camino cierto, se dijo satisfecho de sí mismo. Se gustan.
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