Los vértices fueron quemados por el abandono. Hubo un día, por los años medievales, que los vientos bajaron remordiendo las orejas de sus habitantes. El humo de leña y los vasos de vino dejaban intacto el eclipse del futuro. La señora Brites, lo sabía, imaginando la destrucción causada por esos numerosos brazos que pasarán por su calle; su peñasco venturoso. Aveces ella descendía en su recuerdo y trepaba por las rodillas de su abuela para escuchar las historias de cuando llegaban del sur, esos hombres de olor ácido en las axilas y en la boca, pero que contaban historias fascinantes. Como aquella de la niña que fue llevada en las ancas de una yegua para venderla a un príncipe muy bien sucedido. El príncipe, al ver a la niña, de obvios cabellos rubios y piel lozana - no voy a contradecir los recuerdos de la señora Brites- quedó tan enamorado que durante quince días no se movió de su castillo, provocando el disgusto de no pocas mujeres mayores y menores que eran cortejadas con la esperanza de buenos esponsales. Pasados los quince enamorados días, el príncipe volvió a sus correrías habituales, tanto matutinas como nocturnas, visitando habitaciones femeninas cercanas y lejanas a su reino. La niña, al verse abandonada comenzó a urdir de nuevo su honra. Infatigable, comenzó a ganar adeptos en el burgo. Buena administradora, no había comercio que ella no tratase con ganancia y sano juicio. A la señora Brites, le gustaba esta parte de la historia, ella, ya madura, es decir, con 20 años de su edad, había conseguido que su Pena Ventosa fuera próspera gracias a las mercaderías en oro, plata y telas que comerciaba. La niña, la de la historia, amasó tanto dinero y belleza, eso nos cuenta el recuerdo de la señora Brites, que gran parte de su fortuna la destinó a la compra de niñas núbiles que sus padres ponían en venta. Negociar era lo suyo, así es que llegó a tener lo que hoy sería un albergue de mujeres agraviadas desde la cuna. El príncipe, virilmente cayó en el enojo y mandó decapitar a la niña. Ella, avisada por una de sus protegidas, escapó una noche veraniega en las ancas de una yegua. La señora Bites temerosa del destino, le preocupaba correr con la misma suerte. Cada día, los padres enterados de las cuantiosas sumas que pagaba la señora Bites para rescatar a las adolescentes, llegaban por miles de lejanas tierras a ofrecer a su hijas. Fue el tiempo de la bonanza en las hosterías y posadas que circundaban la Pena Ventosa. Abrumada y desencantada por no recibir ningún apoyo de todas las adolescentes, acostumbradas a lucrar con su castidad; una noche de enero, cuando el viento parecía comerse los oídos, la señora Bites, tomó el cofre con el dinero que le quedaba y partió con rumbo desconocido.
Algunas adolescentes volvieron a su casa paterna, otras trataron de encontrar refugio en los claustros, las más quedaron con varón y tal vez, alguna irreverente encontró acomodo en las universidades, en Coimbra o en París, o Salamanca. Durante noventa años la casa de la señora Bites fue convertida en una casa de citas muy afamada que se le llegó a conocer con el apelativo de Ventorrillo. Después, fue una casa de costura, y antes del abandono, fue droguería.
Hoy, sólo el viento baja raudo por la pena*.
*En portugués la palabra pena puede significar peña( morro). Juguemos con la acepción de pena como dolor (usado tanto en español como en portugués). Pena también es la extremidad de las aves (ala).
Fotografía Ruada da Pena Ventosa, Cetro Histórico do Porto, Portugal
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