Era un animal portador de alegría. Desalentaba la lágrima y los somníferos rostros de los aburridos, casi todos, habitantes de cualquier ciudad.
Auroral, con su rostro limpio y de boca larga andaba por las calles. Le gustaban los calcetines rojos y en los bolsillos llevaba huesitos de chabacano para jugar en las tarde de calor cuando los niños despanzurrados dormitaban en los parques. Como biblioteca ciega, inútilmente exploraba el azar de la risa y su sombra. El mundo se deforma cuando se recolecta esa retórica de los límites.
A nadie le importa, la algarada de rapacidad humea en los ministerios y como las cigarras, su humana pereza se gasta de tanto rostro agrietado.
Si lo miras en un gris octubre, tendrás el antídoto con esa risa simple del presente.
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