El río que buscaba no era para pescadores. Emergido de los charcos de calles y avenidas buscaba su destino. Era conocedor de las corrientes y se nutría de fatigas. El agua de las cisternas le parecían una afrenta. Inmóviles y fangosas; desiertas de noches, decía.
Varios días estuvo con sed, caminando con su cántaro al hombro. Antes de alcanzar su deseado río pensó que iba a morir. Recordó el arroyo donde nació, le indicaron que sería inmortal, que tenía el remedio de Aquiles. Noches y días jugaron con su destino. La avidez de sentir correr el agua entre sus piernas le ahuyentó la idea de su muerte.
Le dijeron que al poniente había una aldea rodeada por un río con arena amarilla. Llegó al amanecer. Irregular, la aldea seguí el tortuoso cuerpo del río. Vagó por varios días hasta comprobar que había llegado por fin a su lugar. Caminó por la orilla hasta encontrar un ahuehuete. Entre las gruesas raíces se recostó para evadirse de las tentaciones. Tirado en la arena no se dio cuenta de otro buscador de río que lo miraba con el puñal en la mano. Algunas palabras se dijeron. Con los ojos inertes el silencio de su sangre poco a poco dejó de ser personal.
En la aldea se danzó todo el crepúsculo.
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