Intentamos llegar al lago Groom, en el estado de Nevada. Mi abuelo había trabajado en la minas de plomo y plata ubicadas al el sur de la Cordillera Goom. Así que conocía los vericuetos de caminos para llegar al lago. Caminamos durante cuatro horas. Sólo descansamos unos minutos para beber agua y comer una carne seca que compramos el día anterior en una tienda mexicana llamada “El Paisano” en Santa Fe New Mexico. Al bajar por un acantilado, difícil pero caminable, logramos ver la blancura proyectada del salar. Al sur, dos rectas paralelas ratificaban las pistas de aterrizaje. De repente sentí que me jalaban de la camisa a la altura del hombro izquierdo. Mi amigo, que hasta ese momento se dejaba guiar como un corderillo temeroso, me señaló a un guardia, que pertrechado en la cima de una colina, vigilaba con dominio de visión todo el panorama. -Si nos atrapan soy ente muerto, me dijo. Ante la agitación no medité sus palabras, Comenzamos a sudar copiosamente, yo lo veía de reojo y mi amigo mostraba ya los síntomas de la desesperación. Todo indicaba que no lograría acercarse a las pistas de aterrizaje. Ya había intentado en Roswell hacer contacto con un amigo de otro amigo de mi abuelo; parece ser que el contacto se esfumó sin dejar rastro. De repente mi amigo comenzó a disparar con su cámara fotográfica ráfagas de tomas de las pistas de aterrizaje. Siempre creí que era un reportero gráfico; trabajaba en una revista de divulgación científica, pero ahora ya no sé que creer. Sin decir palabra, me lanzó un gesto de resignación y comenzó a descender a toda prosa hacia las pistas. Comprendí que era inútil seguirlo. El llamado de un destino inexplicable para mí, lo había desbordado.
Tenía razón mi abuelo, cuando decía que: hay entes que buscan despegar al saberse atrapados en un mundo que no es el suyo.
Texto publicado en la revista en la revista:
Revista Digital miNatura 132 (Castellano e inglés)
27.01.14
Sergio Astorgatinta/papel
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