Al segundo timbrazo el Señor Oros, dejó que la mecha de la melancolía se rebanara sin dejar rastro y al clamor del ring ring llegó a la puerta.
-Buenos días- le espetó una voz enganchada a un rostro de mediana edad acostumbrada a recibir los malos humores cuando se abría una puerta. -Buenos- respondió el Señor Oros más por rutina educada que por convicción anímica.
-Le venimos ofreciendo el nuevo Diccionario idiomático del español…
-Pare, pare, no estoy interesado. Gracias.
-Permítame mostrarle los beneficios de poseer un Diccionario en casa.
-Gracias, pero no.
-Espere… espere. ¿No es usted el Señor Oros?
-Soy.
¿No me reconoces? … Fabricio Morales… fuimos compañeros en la Secretaria de Desarrollo.
-¿Fabricio Morales?... eso fue hace más de diez años.
-Catorce cabalmente.
-Pasa- invitó el Señor Oros escudriñando en su memoria esos tiempos ya empolvados por el deseo de olvidarlos. - ¿Quieres un café?... Toma asiento.
-Gracias. Nunca pensé volverte a ver. Prácticamente desapareciste, nadie en la oficina sabía qué te había pasado, te fuiste como las chachas; ni un adiós. Te buscamos, eras querido ¿lo sabias? No es reproche, sólo quiero decirte que todos te extrañamos. Con dos tazas de café, el Señor Oros mostraba una sonrisa mecánica y con la mirada trataba de refugiarse en el librero buscando angustiosamente El Miedo a la libertad de Erich Fromm. Al encontrar el lomo amarillo con una cinta anaranjada de editorial Paidós, recobró el resuello y con su habitual firmeza contestó
-Me fui porque ya no estaba a gusto y me chocan las despedidas, es mejor irse y cortar la estela. - No te voy a contradecir pero…
-Desde que murió Luz, ya sólo vivo para mí. Si lo puedes entender, bienvenido.
-Lo entiendo. Lo entiendo.
Sergio Astorga
tinta /papel 20 x 30 cm.