Subir y bajar por las calles era el ejercicio ciudadano
de todos sus días. Imposible correr, los adoquines se enterraban en sus
tacones; sus pantorrillas, siempre adoloridas, mostraban su fatiga. Ella, fastidiada
de tantos ungüentos y genéricos, por las noches aplicaba un cataplasma de
cebolla para desinflamarlas y encontrar consuelo.
Como toda buena rutina ejercida, pasaban los días sin que
se diera cuenta que era observada por un hombre de apostura urbana, es decir,
traje y corbata y un portafolio de piel tan deteriorado como los predios al su
alrededor.
- Hola, arremetió deteniéndose la corbata y en tono de
voz discontinuo.
- ¿Qué tufo es ese? Exclamó la señorita de la rua Bombarda.
- Cosecha 1932 mi querida.
- ¡Apártese!
- Disculpe mi atrevimiento. No quiero asustarla…No. No se
marche… Déjeme explicar.
- ¿Qué quiere? No tengo monedas.
- Hace tiempo que la observo y no puedo evitar decirle
que sus pantorrillas son de ensueño. No tengo escapatoria. Se quedan fijas en
mi cabeza todo el tiempo. Los chicos de hoy ya las hubieran tocado pero…
La señorita de la rua Bombarda, incrustada en el adoquín
de la banqueta sintió que era devorada; recorriéndole un calor intenso dentro
del cuerpo, envejecido en barricas de olvido. Sin escuchar las suplicas del
hombre urbano, comenzó a andar con paso firme, sabedora de los efectos que
causaba.
Al legar a su casa aventó los zapatos, se quito las
medias de nailon y frente al espejo, suavemente comenzó a untarse el cataplasma
de cebolla, sintiéndose adolorida y alagada.
Sergio Astorga
Tinta/papel