Cerrada al sol la ciudad es pedregosa y el vuelo de los mosquitos transpira filoso por los muros. Los ojos están apagados y las formas de las casas se pierden en la sombra. Es fugaz y vacía la mirada que quiere adivinar el contorno. Nada es visible.
En esta ciudad nadie duerme y las rodillas de los sobreviviente están secas e hinchadas de tanto trastrabillar. La tierra fue devorada de tan fértil y tiene ese esqueleto de zacate, hirsuto y correoso, que parece brillar cuando una luz forastera llega a recorrer sus calles. Nadie ha dormido en ella y el que lo hizo, amaneció con mordeduras en los muslos y un dolor incansable sobre sus hombros. Sus antiguos habitantes viven en sus alrededores. Sólo la visitan pisando sus propias huellas para poder regresar y lo hacen por varias horas, narcotizados por ese frío de espanto que tanto gusta a los bebedores. Las muchachas, que alguna vez vivieron en La Negra, huyeron con ansias mulatas, con la boca abierta buscando la luna que volviera encender el sueño del amor.
Dicen que los perros husmean y siempre encuentran huesos con tuétano fresco. Los extravíos son frecuentes, generalmente son aquellos que visiblemente quieren igualar las proezas de los cuentos de hadas y enfrentarse a monstruos terribles. Ingenuos, piensan que la valentía lo es todo.
Existen en el mercado varios paquetes a la medida de tu bolsillo. Es recomendable viajar en solitario. La ciudad es altamente adictiva.
La verdad siempre es equívoca y si tu buscas un paisaje amargo sólo será visible en La Negra, donde los cielos fueron reconocidos por el Tulipán Negro.
Sergio Astorga mixta/papel
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