Él, era un yo, altisonante, fanfarrón. Tenía 30 años, pero no le gustaba que se lo recordaran. No compartía sus rasgos con nadie. No soportaba aires de familia. Cuando regresó de Londres, cambió de peinado, parecía el último Moicano, pero él fascinado, decía que era avant-garde. Se cambió el nombre por el de J. Troy. Su yo mismo se elevó exponencial. Odioso, maldecía al que no lo llamase J. Troy. Sus acto y palabras carecían de sustento, pero era ágil conversador. Contaba de memoria las historias de los suburbios londinenses. Sabía que eran inventadas, por eso, me gustaba invitarle esas frituras de harina que comía con un tarro de cerveza. En esos momentos me parecía brillante, hablaba de sí mismo, como es evidente, pero con una gracia que mitigaba el odio natural que fomentaba.
Cuando decidió estudiar histología, su malignidad se entronizó. Comenzó a leer la nota roja de todos los periódicos. Se compró un estuche de bisturíes. Gatos y perros supieron del filo de ese instrumento. Obsesionado en abrir cerebros, comenzó a contar historias de vidas imaginarias según él, basados en la fisiología del cerebro. Sospecho que algunos de mis amigos fueron revisados minuciosamente en el microscopio
Temeroso, me alejé de Cecilio o de J. Troy, por algún tiempo. El sábado lo encontré, cabizbajo, tieso, con la mirada perdida.
- Qué te pasa?
- Si quieres hacerme feliz, dame un cerebro.
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