Se comió el grito, sus palabras y, la granada madura que pendía del árbol en el jardín trasero de la casa de su abuela. Sus amigos le mandaban miradas que le taladraban la nuca. Él, como se había tragado su grito, callaba. Su hermanita le daba jarabes para la tos, pobre, no conseguía introducir la cuchara en esa boca abierta. Asustaba ese semblante de cosa muerta de la calle de Humboldt, donde vivía. La opiniones se suscitaban encontradas, el asombro y la retahíla de consejos pululaban. Y digo pululaban, porque parecía una parvada que espesaba el aire hasta hacerlo sofocante. Irreconciliable su pasado con este presente mudo, le incentivo a exacerbar su sensibilidad a los olores. A señas pidió flores. Llegaron a esa famosa calle de Humboldt 34, infinidad de macetas de barro, de plástico, de cerámica, con flores de la más variada personalidad olorosa. Como no atinaban a evitar el mareo, la buena de la tía Martina, trajo un gran libro de flores que con floral paciencia, ponía enfrente de sus ojos para entender, de acuerdo a la dilatación de sus pupilas, la flor de sus deseos. ¡Jazmines!, exclamó. ¡Quiere Jazmines!.
Un mes le duró el amor a los jazmines. Comenzó como a marchitarse, desconsolados los visitantes, salían apretando las manos descompuestos por la duda. Es tan difícil entender los cambios de humor, suspiraban. Alguien, para animar, trajo un tocadiscos. De inmediato vieron renacer ese rostro tan admirado. La tía Martina, enfadada, comenzó, inútilmente, a gritar que él era un gran agitador y nosotros unos consumados tontos.