En la calle Amado Nervo casi con la esquina de Dr. Balbuena se huele el café que prepara Lee. Aprendió, como ocurre casi siempre, por accidente a preparar café cuando trabajó de aprendiz en el Hotel Regis. Tal fue su talento cafetero que los clientes lo animaron a tener su propia cafetería. Así que cuando el local de abajo de su casa se desocupó, pronto instaló el anuncio con letras rojas y grandes en la puerta de entrada: El café de Lee.
Los clientes bebían y bebían como inmantados por algo más que la cafeína. El vecindario se animó gracias al café de Lee. Servido en una copa de vidrio el café con leche era el éxito de su vida y no es un modo de decir, era realmente célebre entre todos los cafés que rondaban envidiosos de ese aroma inconfundible.
Al fin de cuentas no hay que avergonzarse si cambia el gusto, es inevitable. El mundo muda y ahora los jugos de verdura congregan multitudes.
El café de Lee envejece. Rancio el olor, decrépitas las mesas, uno espera que cualquier día sólo quedará la silueta negra del aroma inmóvil en los ojos pequeños de Lee.
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