En la siguiente fotografía están las mujeres jornaleras en plena acción. Puedes apreciar la vestimenta (motivo del cartel que ya viste) es característico a lo largo de los centros de producción agrícola. Podrás notar también que las mujeres llevan sus niños a la espalda, niños en edad escolar, jóvenes adolescentes. Todos tienen que trabajar para aumentar sus ganancias y posiblemente ahorrar para cuando regresen a sus comunidades de origen.
Habrás notado las jornaleras llevan una bolsa de plástico, ahí lleva el almuerzo de la familia, que realizan a la una de la tarde, para continuar en la labor hasta las cinco.
Habrás notado las jornaleras llevan una bolsa de plástico, ahí lleva el almuerzo de la familia, que realizan a la una de la tarde, para continuar en la labor hasta las cinco.
La camioneta por fin llegó, la trabajadora social y el chofer emprendimos el viaje a los campos. Inquieto, revisaba mi cámara, una Pentax 35 mm. Llevaba diez rollos a color. No tenía tiempo de equívocos ni de temores. De repente por la ventanilla aparecen los campos, una fertilidad inesperada, después de tanta aridez. El valle es inmenso y es notorio como la tierra se transforma en fértil, su consistencia y aspecto es diferente, sentía que al pisarla germinaría.
Los jornaleros en plena acción solo nos devolvieron el saludo y una indiferente mirada. Miré al cielo, un azul acerado, frío, el sol cubierto por una nubosidad baja y fresca, ideal, pensé; cuando la luz del sol es muy intensa, los reflejos y contraluces son un obstáculo, yo quería fotografías descriptivas no artísticas. De inmediato me metí por los surcos; hablar aunque no te entiendan, sonreír, bromear, tratar de que los jornaleros no se sientan incómodos, atacados, observados. Muchos, sobre todo comunidades indígenas, no les gusta ser fotografiados, dicen que se les roba el alma. Así que ganarse su confianza es fundamental y no estorbar en su labor. El encuadre tiene que ser rápido, preciso, la gente se mueve, no se detiene a posar. Moverse por los surcos con agilidad, correr, inclinarse, agacharse, buscar la toma, el instante preciso; se empieza a sudar como ellos, a ser con ellos.
Cambiar de rollo, subirse a la camioneta y continuar el viaje a otros campos. A veces la división entre campos (entre dueños) está marcada por una hilera de árboles, formados como batallones, que se inclinan por la fuerza de la brisa y que sin perder del todo la vertical parece que todos te miran de lado. Aparte de servir de límite a las propiedades, protegen los cultivos del fuerte viento.
Ese día recorrimos seis campos. Teníamos que ser muy selectivos, no visitamos todos, el valle es inmenso a uno y otro lado de la carretera, el tiempo apremiaba y con el material recabado era suficiente para la exposición.
A las “oficinas” llegamos a la siete de la tarde. Satisfecho por la experiencia pero inquieto por el resultado, me fui caminando al Motel Chávez, un baño reparador y a comer. Como método, cuando salía a tomar fotografías desayunaba muy ligero, un jugo y un café. Durante el día agua para evitar la deshidratarse, y comer hasta que la jornada había terminado. Trabajar todo el día al rayo al sol, no se antoja comer y si lo haces, los alimentos se te fermentan y te sientes pesado, somnoliento y de mal humor y por si fuera poco no hay baños. Al final de cada campo están unas letrinas, que pocos jornaleros usan, y que son comunitarias (la misma para mujeres y hombres y niños) así que ya te imaginarás el estado en que se encuentran.
Con este panorama, pensaba que regresaría a casa con varios kilos menos, en los huesos, pero la sorpresa me esperaba en el restaurante del bien recordado Motel Chávez.
Entré y el lugar estaba vacío pero muy agradable, manteles blanquísimos, luz tenue, presagiaba buenas cosas. El mesero muy correcto me da la carta, menú interesante, precios sensatos. Pido un arroz blanco y una brocheta marinera (término medio) y una sangría natural (sin vodka). ¡el paraíso! Cuando pruebo el arroz: ¡de una consistencia, con un sazón únicos! Lo devoré, no sólo era el hambre que traía, estaba estupendo, a veces las ganas de comer te impiden reconocer los sabores, pero aquí, el placer era completo. Pido otra sangría, la última (no acostumbro beber y menos solo) y era ambrosía, néctar de los de los dioses. A lo lejos veo al mesero traer mi brocheta marinera, cuando está frente a mi, juro que era como ver a Palas Atenea o Afrodita, te parecerá hiperbólico, exagerado, pero si la hubieras visto y comido, estoy cierto que opinarías lo mismo.
La brocheta marinera es como las espadas brasileñas, sólo que aquí son pequeños trozos ensartados: tocino, pimiento verde, jitomate, cebolla y camarón, después otra capa de tocino, pimiento verde, jitomate, cebolla y carne de res (filete) y así sucesivamente. Puede ser al carbón o a la plancha, como guarnición arroz rojo, y por supuesto, termino medio para que la carne esté en su jugo. Y ¡al ataque! Mar y tierra unidos en la boca de un mortal. Después de tal acontecimiento la vida cambia. Orondo regreso a la habitación a trabajar en los carteles.
La mesa de tocador me sirve para empezar a bocetar. A media noche me asalta la sensación de la distancia, prendo el televisor y trato de ver una película, la que sea, a pesar del cansancio no quería dormir, muchas veces me pasó, un día intenso y al llegar al cuarto de hotel tener el presentimiento que al abandonarse al sueño uno despertaría distinto, con otra identidad a causa de noches no conocidas en lugares lejanos. Es un temor incongruente, como todos los miedos, porque al despertar sigue uno siendo el mismo irremediablemente.
Por la mañana parece que la noche no ha dejado huella; un baño riguroso, pantalón de mezclilla, camisa de algodón de manga larga, unas botas todo terreno y la cámara al hombro, atuendo irreprochable para buscar un buen día.
Me encamino al remedo de oficina para esperar la camioneta y a las trabajadoras sociales que nos llevarán a los albergues. Tomo un café. Empiezan a llegar un regimiento de mujeres, todas muy jóvenes, quince en total. Me explican que son trabajadoras sociales del programa que también esperan la camioneta y ser repartidas a los distintos albergues. Cuando los albergues están muy lejanos (de cinco a diez kilómetros) son llevadas por la camioneta, los que están cercanos, a unos cuantos metros sobre la carretera, las trabajadoras sociales realizan el trayecto a pie.
Legó una panel y comenzamos el recorrido. Fuimos repartiendo a cada una en sus respectivos albergues, a varias solo se les dejaba a la orilla de un camino de tercería y las trabajadoras tenían que continuar caminando.
Para poder entrar a un albergue o a un campo (field) le llaman los lugareños, tienes que obtener un permiso especial que tramita la trabajadora social con el administrador o el capataz. La entrada está restringida, puedes llevarte un buen susto, por arrojo dos días después entré a tomar fotografías a un campo donde se cultivaba el melón, llegó el capataz machete en mano y tuve que salir corriendo con el Jesús en la boca y el corazón retumbando en los oídos.
Cambiar de rollo, subirse a la camioneta y continuar el viaje a otros campos. A veces la división entre campos (entre dueños) está marcada por una hilera de árboles, formados como batallones, que se inclinan por la fuerza de la brisa y que sin perder del todo la vertical parece que todos te miran de lado. Aparte de servir de límite a las propiedades, protegen los cultivos del fuerte viento.
Ese día recorrimos seis campos. Teníamos que ser muy selectivos, no visitamos todos, el valle es inmenso a uno y otro lado de la carretera, el tiempo apremiaba y con el material recabado era suficiente para la exposición.
A las “oficinas” llegamos a la siete de la tarde. Satisfecho por la experiencia pero inquieto por el resultado, me fui caminando al Motel Chávez, un baño reparador y a comer. Como método, cuando salía a tomar fotografías desayunaba muy ligero, un jugo y un café. Durante el día agua para evitar la deshidratarse, y comer hasta que la jornada había terminado. Trabajar todo el día al rayo al sol, no se antoja comer y si lo haces, los alimentos se te fermentan y te sientes pesado, somnoliento y de mal humor y por si fuera poco no hay baños. Al final de cada campo están unas letrinas, que pocos jornaleros usan, y que son comunitarias (la misma para mujeres y hombres y niños) así que ya te imaginarás el estado en que se encuentran.
Con este panorama, pensaba que regresaría a casa con varios kilos menos, en los huesos, pero la sorpresa me esperaba en el restaurante del bien recordado Motel Chávez.
Entré y el lugar estaba vacío pero muy agradable, manteles blanquísimos, luz tenue, presagiaba buenas cosas. El mesero muy correcto me da la carta, menú interesante, precios sensatos. Pido un arroz blanco y una brocheta marinera (término medio) y una sangría natural (sin vodka). ¡el paraíso! Cuando pruebo el arroz: ¡de una consistencia, con un sazón únicos! Lo devoré, no sólo era el hambre que traía, estaba estupendo, a veces las ganas de comer te impiden reconocer los sabores, pero aquí, el placer era completo. Pido otra sangría, la última (no acostumbro beber y menos solo) y era ambrosía, néctar de los de los dioses. A lo lejos veo al mesero traer mi brocheta marinera, cuando está frente a mi, juro que era como ver a Palas Atenea o Afrodita, te parecerá hiperbólico, exagerado, pero si la hubieras visto y comido, estoy cierto que opinarías lo mismo.
La brocheta marinera es como las espadas brasileñas, sólo que aquí son pequeños trozos ensartados: tocino, pimiento verde, jitomate, cebolla y camarón, después otra capa de tocino, pimiento verde, jitomate, cebolla y carne de res (filete) y así sucesivamente. Puede ser al carbón o a la plancha, como guarnición arroz rojo, y por supuesto, termino medio para que la carne esté en su jugo. Y ¡al ataque! Mar y tierra unidos en la boca de un mortal. Después de tal acontecimiento la vida cambia. Orondo regreso a la habitación a trabajar en los carteles.
La mesa de tocador me sirve para empezar a bocetar. A media noche me asalta la sensación de la distancia, prendo el televisor y trato de ver una película, la que sea, a pesar del cansancio no quería dormir, muchas veces me pasó, un día intenso y al llegar al cuarto de hotel tener el presentimiento que al abandonarse al sueño uno despertaría distinto, con otra identidad a causa de noches no conocidas en lugares lejanos. Es un temor incongruente, como todos los miedos, porque al despertar sigue uno siendo el mismo irremediablemente.
Por la mañana parece que la noche no ha dejado huella; un baño riguroso, pantalón de mezclilla, camisa de algodón de manga larga, unas botas todo terreno y la cámara al hombro, atuendo irreprochable para buscar un buen día.
Me encamino al remedo de oficina para esperar la camioneta y a las trabajadoras sociales que nos llevarán a los albergues. Tomo un café. Empiezan a llegar un regimiento de mujeres, todas muy jóvenes, quince en total. Me explican que son trabajadoras sociales del programa que también esperan la camioneta y ser repartidas a los distintos albergues. Cuando los albergues están muy lejanos (de cinco a diez kilómetros) son llevadas por la camioneta, los que están cercanos, a unos cuantos metros sobre la carretera, las trabajadoras sociales realizan el trayecto a pie.
Legó una panel y comenzamos el recorrido. Fuimos repartiendo a cada una en sus respectivos albergues, a varias solo se les dejaba a la orilla de un camino de tercería y las trabajadoras tenían que continuar caminando.
Para poder entrar a un albergue o a un campo (field) le llaman los lugareños, tienes que obtener un permiso especial que tramita la trabajadora social con el administrador o el capataz. La entrada está restringida, puedes llevarte un buen susto, por arrojo dos días después entré a tomar fotografías a un campo donde se cultivaba el melón, llegó el capataz machete en mano y tuve que salir corriendo con el Jesús en la boca y el corazón retumbando en los oídos.
Sergio Astorga (continuará)
10 comentarios:
Querido Sergio, gracias por tus felicitaciones en mi blog, pero parece que no te has percatado de que se llama "El baile de los silenos", no de los "silencios". Aunque reconozco que no me disgusta el título surgido de este despiste. Un abrazo.
Debe ser difícil ganarse la confianza del jornalero para dejarse fotografiar. Difícil que comprenda, metido en plena faena y trabajando de sol a sol.
Excelente crónica.
Un abrazo esperando esa suculenta cena.
Izasku
SERGIO
¿De qué país estamos hablando?
Sergio, sigo tu apasionante viaje con interés, como si lo estuviera viviendo contigo.
Saludos.
Antonio, soy un imbésil, mira que soy abstemio, pero antiguamente no y posiblemente el incosnciente todavía borracho de tanto tequila, me juego estas bromas avergonzantes, tienes todo el derecho de enviarme, por extranjero, al destierro, al valle de los silencios.
Mira si soy sopenco.
Gracias por tu paciencia y señalamiento, estoy tan avergonzado que me dan ganas de hacer un voto de silencio, pero como todavía la vida me embriaga, te pido de nuevo tolerancia.
Un abrazo cariñoso.
Sergio Astorga
Izaskun, difícil era, pero no imposible poco a poco te vas ganando su confianza y hasta pudes bromar a gusto, el verdadero problema lo tuve con los monolingues, de costubres ancestrales y que se sienten lastimados heridos o algunos inmediatamente erigen sus figuras recias, dignas, viriles. Ese proble la uve en Canatlán, en Durango, en la pisca de la manzana, dodne son huchiles, tepehuanos y mexicaneros, ahi es diferente, eso será en otras historias.
Un abrazo en español.
Sergio Astorga
Juan Jes, del nuestro, de las entrañas de nuestro país, riqueza y pobreza al mismo tiempo, grandeza y miseria, tal vez por eso el barroco se dió como estilo arquitectónico, como en ningun otro país, estoy hablando de un estilo que ya es mestizo, porque el arte prehispánico nada tiene que ver con el llegado de Europa.
Por desgracia o por sino nuestro páis ha sido explotado por Europa America y los propios mexicanos, nos comemos ente nosotros con gran facilidad, lo digo historicamente, no quiero herir sensibilidades, esto que viví en las comunidades indígenas y en los grandes centros agrícolas, sigue pasando.
Así es el abarrote, lo siento.
Un abrazo cariñoso.
Sergio Astorga
Lola Mariné, gracias por seguirnos, es parte del antojo, ahora se me antojo contar esta historia, después tal vez vengan otras,
Un abrazo de compañeros de viaje.
Sergio Astorga
Solo paso para saludarlo, decirle que estoy mejorando mi salud pero por ahora no no lo puedo leer, ya me pondré al día con todo, besos!
Kuore, gracias por tu visita, sigo enviandote buenos deseos para que tu salud se restablezca pronto.
Un abrazo doble con estamina.
Sergio Astorga
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