En las cuitas cotidianas el Sr. Balmiro, cebo de todos los envidiosos, se esmeraba en tener su mundo sin tristura. Sencillo, nocturno, discreto, se pasaba la vida contemplando el círculo rojo que con tanto esmero recibió por herencia. Su padre, diácono, coleccionista de dragones, le dijo, justo tres días antes de entregar el espíritu a lo recóndito: “Esta esfera ha estado en nuestro poder desde hace 400 años, Hernando, el Alquimista, la insufló con la cabeza de dos dragones que él mismo cazó. Desde entonces ha pasado de mano en mano. Espero que te cases y entregues a tu mujer esta herencia que ya es hora que en regazo de mujer se devele el misterio”
El Sr Balmiro, comenzó a inquietarse. Inmóvil, no conocía mundo, mucho menos mujer. Obsesionado, en penumbras su cuarto, tuvo por un momento una clarividencia, una piel blanca, tersa como el beso que recordará siempre. El aleteo de un espectro al poniente, como saliendo de un ademán de la noche. Embelesado por esa revelación, el tiempo introdujo una multitud de signos sensuales. Es necesario decir que el poder de la invocación era tan fuerte que el temblor de un cuerpo tomó forma y el Sr Balmiro, sintió la volcadura de su mundo, se dejó llevar abandonado. Sin orientación confiaba en la imagen. Se hundía en esas ausencias, ese amargo sabor de la aparición como cuando los pies descalzos sienten frío. Quería palabras para no deformar su vivencia. Todo fue vano. El aleteo de la presencia lo exploraba como esos juveniles umbrales del pasado. Las formas de la felicidad son inapelables. Quién, puede escuchar esas ausencias. Quién, le pondrá vestidura a esta profundidad. El círculo rojo brillaba incandescente. Quién, le dirá al Sr. Balmiro que todo es producto de la página en blanco.