Cuando el apetito causó la ruina a la luz de los siglos y
la oscuridad dejó sudores en la frente y dolores de parto en los destinos, el
fruto siguió engordando rojo y saludable. Llegaron aves de rapiña, carnívoros
pestíferos y bípedos arrogantes. Ninguno de ellos pudo saciar su hambre ni
dormir tranquilo.
Cuando el sol empujaba al mundo ya con desencanto, salió,
goloso, un pequeño bicho mitad oruga y mitad reptil, con el cuerpo frío y
pegajoso que, sin preconceptos, se apostó debajo del fruto y desarrolló su
lengua.
Desde entonces, los
monstruos marinos quieren volver a contar sus historias.
Sergio Astorga
Tinta/papel