Cubierto de cosquillas en las orejas, un niño, muy temprano, cuando el cielo era brillante y largo, del zacatito que tenía en una caja de zapatos del número 38, una serpiente se desenrollaba como desperezándose de un sueño viscoso, decidió que había llegado el momento de volar su serpiente como lo hicieron sus antepasados. Con cuidado la limpió con una franela. La serpiente se retorcía y recomponía la figura. Parecía que le gustase esa limpieza a lo largo de su cuerpo. Le amarró una cuerda de algodón alrededor de lo que sería su pescuezo. En una serpiente todo es pescuezo, pensó. La serpiente, como si intuyera, se puso en posición de vuelo. No tuvo que correr para que la serpiente volara. No es un papalote, pensó. Dejando correr toda la cuerda la serpiente alcanzó las nubes más cercanas.
La gente comenzó a mirar al cielo y no faltó quién vaticinara el regreso de Quetzalcoatl, no acreditaban que la visión que tenían delante era solamente un niño volando su serpiente.
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