El Señor Flores descubrió que su diafragma se expandía excitante. Como filósofo naturalista aceptó la transformación de su cuerpo al sentir la clorofila como alimento único desde ahora. Sus coetáneos decidieron regarlo todos los días cuando el calor arreciaba. Por noviembre, su hermana lo podaba y le cantaba esas canciones que consuelan al ser escuchadas. Sonoras y rítmicas lo hacían danzar, mas bien bambolearse con su tallo cuerpo hasta quedar exhausto de gusto.
Esta nueva naturaleza le daba credibilidad cuando afirmaba: “Yo también hablo de la rosa. La rosa que nace de mí, incólume, abrasiva, eterna. No sangro, no doy espinas y no encero la llama enamorada. Soy la casa de este gusano que me sube y me recorre y me deja este grito encarnado de la que emana la certeza de la herida”.
Avenida Clavería en su cruce con Heliopolis, puede verse la casa amarilla donde vive en el jardín el Señor Flores. Por favor, si lo ves decaído, no le des adobo. Le irrita la piel.