Todo se ve y se deja de ver. Atados con hilos secos prontos a quebrar, sus recuerdos avanzan como ceniza removida. Tengo que contar que muchas voces lo llaman. Todo se resume en unas cuantas imágenes: su cuello esbelto, su cabello rizado, su nariz ancha; esa voz de mosca que nunca acaba de posarse. Su historia es pegajosa como un ritual. El zumbido de mosca no para, por eso cansa estar con él. Es mi primo, dicen que es un filtro de mis huesos, un latido de mi sangre, pero es un desencuentro permanente, una derrota. Es frustrante saber que algo de él está en ti.
Le escribo ahora, ya cuando las esquinas de su cuarto están vacías. Y ya son naranjas y verdes sus cenizas. Otras moscas, las verdaderas, deambulan alrededor de esta luz de vela, de este musgo que va creciendo entre nosotros.
Como si pudiera alejarme, le escribo estas líneas que nunca escuchará como nunca sabrá del ángel que guardó su madre en un sobre y que le daría cuando cumpliera los cuarenta.
Podría inventar otras palabras, menos cenicientas, pero es inútil guardar entre dientes ese trébol de la suerte que llevabas en el bolsillo.
Entre una orilla y otra todo se ve y se deja de ver. Te dejo el aliento de estas palabras. Sólo eso, una huella en tu cuerpo vacío.
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