El conejo bulle, se ejercita con su corbatín rojo, amigo de Alicia, no tiene tiempo para explicaciones. Saca de su bolsillo un reloj, después otro, y va regando números tras su paso. Números desolados, pierden el tiempo que los contenía. Se hicieron tan pequeños que poco a poco se confundieron con montoncitos de polvo. Al ver pasar al conejo, lo seguí. Recogí los montoncitos y los traje a mi casa. Después de tres días, de las macetas donde los puse, se fueron despertando. Cada noche se cuentan a sí mismos, huelen a fierro viejo, como maíz corrompido por la intemperie.
Desgreñados los números, vestidos de negro, se suspenden como nubes blandas. En fila, de dos en dos, pueblan la habitación; circulan como esas horas que, de tan dormidas, huelen a sábanas de hotel de paso; acres, sucias como la vida cotidiana. Llevo dos meses buscando al conejo y sólo me encuentro tortugas de caparazón rígido, y ese olor a distancia terrena como de huitlacoche. Un sabor de esqueleto le crece al número diez. y una carcoma verde le crece al cuatro. El cero lagrimea mal humorado. Una marisma sin sabor, espesa, se le pega al seis en la barriga. El ocho se columpia como pájaro enjaulado. Se hacían visibles los resortes de la unidad, como si fuera un tegumento subterráneo, Cremoso, el tres, contempla mi turbación.
Por fortuna la casa cada día esta más iluminada. El efecto es espectacular, una blancura de ópalo, impasible, mordiendo el poco horizonte que se asoma por la ventana. Los números, al salirse del reloj, enloquecen.
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