La ventana quedó abierta y un viento perfumado de alecrín penetró en las narices de Don Sargazo. Lo hizo tambalear, ya de por sí la discusión con su hijo lo dejó ensimismado y con esa turbación propia del desencanto del que quiso dar buen ejemplo y sólo consigue ojeriza. Ya de mañana, a la hora del desayuno, su hijo, estudiante malcriado de dieciocho años, enseñó su boleta de calificaciones. Don Sargazo, sólo miró cuatros y cincos, sólo un seis en Deportes. Su hijo abrió la ventana por si necesitaba saltar, tres metros hasta el suelo no es mucho se dijo.
Don Sargazo, miró la boleta y no dijo palabra. Desayunaron en silencio, el hijo miraba cómo su padre demoraba en endulzar su café. Esperó ver la segunda cucharita de azúcar para levantarse y alegar que se le hacía tarde para llegar a clase. Don Sargazo, lo miró con su libro de instrucciones de gimnasia bajo el brazo, los tenis blancos que le regaló en su aniversario y esa sudadera de los Colts que tan bien le sentaba.
El instante tiene cuerpo y poca alma se dijo mirando fijamente a la ventana. Tres metros de altura no es mucho, se dijo. Nadie se muere de verdad desde esa altura. Se levantó de la mesa y con paso cansino llegó a la ventana, miró y mentalmente se imaginó la caída.
Una semana después, cojeando y con la pierna enyesada desde la cadera al tobillo, su hijo, cabizbajo, con su sudadera de los Colts, se precipitó a cerrar la ventana, para evitar tentaciones y la entrada del olor a alecrín.
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