No sabía donde poner la cara. Perdido en medio del mundo y con la muchedumbre queriendo que sea lo que había sido su padre y toda su descendencia. Tropezaba con triste lengua y todo lleno de pena no sabía dónde poner la cara, ni el cuerpo, ni eso que aprendió de pequeño.
Fue a la escuela como todos sin tener luz que le guiara ni frente para entender el Eros y el Tánatos.
Engentado, como nube quieta vivía en pleno anonimato. Se llamaba Diego, y fue bautizado como manda la prosapia.
El viejo mundo siempre ha mugido y nadie ha entendido nada, le dijo su tío con su capirote rojo.
Diego, con sus dos ojos de intenso negros, no sabia si sus instintos de alegría eran los blancos inútiles de su inocencia o eran la insensatez de verse preso en las mismas letras que describen al mundo.
Noble de carácter, sigue batallando, embistiendo como buen hombre, ese trapo de esperanza, aunque lo único cierto sea el brillo del engaño.
Sergio Astorga acrílico sobre tela
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