En la explanada que le servía de casa, del árbol de granada pendía una cuerda donde colgaba las cabezas de pollos y guajolotes. Extrañas formas de invocar a los espíritus que sanan las brasas de la enfermedad. Algunos se curaron sólo ver las cabezas colgadas. Otros, ya son ceniza entre la memoria de sus parientes. De los recónditos rincones del mundo llegaban dolientes para consultar al ojo aséptico. Él, se balanceaba y contagiaba a todos los que llegaban a balancearse sobre su propio eje para que entraran en trance. Otras veces les daba sorbitos de té de gobernadora en tasas de peltre. La amargura de la gobernadora, decía el ojo, despejaba las vías urinarias tan necesarias para el buen tránsito de la sanación. Intuitivo y certero, poco a poco su fama de curador aséptico lo hizo célebre, teniendo múltiples seguidores ingenuos que no estaban tocados por la gracia. El ojo curaba, y son testigos 10 mil personas que sintieron el alivio. Quisieron fundar un templo, pero el ojo entró en cólera y se vio por primera vez una nube que enturbio su mirada como si fuera catarata.
Un día desaparecieron las cabezas. Sus discípulos y guardianes cuentan que se fue en busca de Allan Kardec.
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