El Señor Puntilla tomaba nota. Lápiz afilado, goma blanda, papel blanco grueso y una pulcra disposición del sacapuntas, regla y diccionario. En sus archivos podía encontrarse desde la receta médica contra la gota del bisabuelo, hasta el último ladrillo comprado para componer la barda de la casa. Su esposa, Irene, según sus notas, la conoció en mil novecientos treinta y dos, se pasaba las tarde tejiendo bufandas y manteles con una facilidad que asombraba. Los dos aislados en sus mundos, podían vivir tranquilos, sin disputas ni reproches inútiles.
Lo recuerdo con claridad, sentado sentado en su silla, encorvado, tomando notas de todo. Me intrigaba cómo podía enterarse del mundo exterior y tomar nota de él. Sorprendente la forma en que coincidían los dos mundos. En su libro de notas estaba la vida entera, minuciosamente apuntada, corregía y repetía en voz baja lo que escribía, como en trance de vidente.
Cada uno tejía, seguían su propio hilo. Empecinados en pasar el tiempo de la mejor manera.
Irene y el Señor Puntilla están apasionados, el silencio los mira y los respeta.
Soy testigo metódico, como el olor de la árnica en mi tobillo.
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