Al tío Lorenzo le gusta comer pizza. Le gusta horneada de jamón con piña, partida en cuatro. Cada pedazo le sabe a gloria. Sucumbe a su gusto y su mordida es limpia, absoluta. Es puntual, nueve de la noche. Sentado en la mesa del fondo. Vino tinto y esa mirada que espera disfrutar las habilidades de Matías, que llegado de Verona, abrió la pizzería que le cambió la vida al tío Lorenzo.
Yo lo acompaño muchas noches. No hace falta charlar. Sólo esa inquieta sensación del disfrute.
No me acostumbro a comer en silencio. Se deposita en el aire la mirada del tío Lorenzo y consumo el limitado abecedario del sabor de la pizza. Por fortuna siempre pido aceitunas y eso, amigos, me reconforta.
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