La señora de las tres cabezas vivía de noche. Esbelta y graciosa como aquellas doncellas de la procesión del sueño. Jubilosa se encendía para inmortalizar la salida de los turistas. No tenía tretas, por eso eran claros sus días y se podía adivinar que nunca tendría aliento de ajo o de cebolla.
La otra tarde, apunto de encenderse, un caballero de gabardina, como mandan los manuales de la buena lluvia, vomitó a sus píes. Ella, quieta, inmutable; parpadearon sus tres cabezas y quiso fugarse a Roma o, a Austria o, a cualquier abstemio lugar. No podía, estaba presa a la salida de la estação de São Bento, en Oporto, en Portugal
- ¡Perdón, señora! ¿la he ofendido? ¿Sí? Quién le manda estar parada afuera de la estación. ¿La conozco? Creo que no. A mi me gusta Rubens y usted es guapa pero no es mi estilo. Acaso, tiene usted un aire Déco. A mi me gusta Rubens. Señora mía, no me parpadeé, que tiene unos ojos tan luminosos que parecen tres faroles andaluces o mexicanos de tan brillantes. ¿Que es usted de Nápoles? ¿y qué hace por aquí?. ¿Es usted muda?. ¿Quiere que adivine su situación?. Creo que la he visto en el mercado del Bolhão, comprando abóbora y bróculi. ¿No? Si no dice palabra, uno inventa y luego se hace la ofendida. ¿De qué se ríe? ¿Me está usted encandilando?… Me quedaría, pero tengo apremio, con eso de que ya en la estación cobran cincuenta céntimos el cuarto de baño, no voy a completar para mi copita. Para otro día vengo a lidiar con su silencio.
Ningún desplante. La señora de las tres cabezas, sin perder la elegancia, derramaba su luz cucaña por las baldosas mojadas hasta el cruce de Loureiero donde maúllan los gatos gordos en los tejados.
Fotografía: frente a la Estaçao de São Bento. Porto, Portugal.
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