En una plaza de las afueras de la ciudad se levanta una gran carpa de lona pintada de franjas de colores rojas y amarillas. Un festivo anuncio cuelga de dos postes: El Gran Circo de los Hermanos Chrirrín. Dos funciones diarias. Niños y padres entran gratis.
Cuando la tentación llama a tus ojos es imposible apartarla de la mente, así que no teniendo hijos, pagué mi entrada. Un saltimbanqui vestido a la usanza antigua con unos mallones negros y un sombrero verde de tres picos ofrecía los boletos con la mano izquierda, en la mano derecha hacia sonar tres cascabeles plateados. Daba primero una pirueta y luego hacía sonar los cascabeles. Una anciana vestida de princesa recibía el dinero.
Al entrar nunca pensé que el espacio fuera tan grande, desde la calle la carpa se ve realmente minúscula, pero dentro, la circunferencia se desborda majestuosa como si fuera un gran cráter. Alrededor del gran círculo, sillas de madera, colocadas en filas, se fueron ocupando por ávidos ojos. Yo me senté en primera fila, el boleto más caro, decía fila roja. Detrás de mi, seguían la fila azul y la verde. Realmente había pocos niños, los que había se encaramaban en la silla repletos de dulces y algodones; los padres, inexpertos, creían que su entusiasmo era compartido por sus hijos.
Sin mediar avisos innecesarios, las luces se apagaron y a oscuras se escuchaban los murmullos indecisos de los padres. Cuando la paciencia comenzaba a desbordarse, una luz potente proyectó un círculo blanco en el gran redondel. Dentro del redondel de luz, un payaso de cabellos anaranjados brincaba y extendía los brazos como si quisiera estrecharnos en un abrazo.
De inmediato sentí detrás de mi oreja izquierda un apabullante llanto que fue secundado en diferentes tonos por toda la infantería, poca es verdad, pero muy ruidosa. Como los berridos no mermaban, se encendieron la luces generales para que los avergonzados padres pudieran llevarse a sus críos, y evitar así que alguna madre o padre, alterados por la afrenta pública, pudieran taparle la boca a su hijo o hija y sofocarla o sofocarlo hasta conseguir su silencio definitivo.
Por breves momento se volvieron a apagar las luces y sin resentimientos apareció de nuevo la luz del reflector iluminando al payaso, que demostrando su creatividad, ahora con una rodilla en tierra gesticulaba como si estuviera ante una amada inflexible, era tanto su ardor que el único niño que se negó a salir o que perniciosamente se reprimió, se soltó con unos alaridos que realmente provocaban la irritación mas que la solidaridad que merece todo espantado. Las luces generales aparecieron de nueva cuenta y los padres fueron seguidos hasta la salido con un torrencial abucheo. Temerosos de que la función se suspendiera, un silencio oscuro avanzaba hasta que el reflector encauzó su resplandor a la figura del payaso que ahora permanecía inmóvil con los brazos pegados a su cuerpo. EL público conmovido, comenzó a vitorear y aplaudir al payaso, tratando de olvidar los dos intentos fallidos. El payaso sin decir palabra, rápidamente se limpio las lágrimas y con tremendo salto nos indicó la llegada del elefante. Subido a su lomo, un hombre muy pequeño con la cabeza envuelta en un turbante se retorcía hasta hacernos sentir rígidos y vetustos. Cuando la pierna quedó enroscada en su cuello vimos como saltaba al lomo del elefante, que indiferente levantaba un pata para descansar en las tres restantes, un muchacho vestido a lo rap con el ombligo de fuera, comenzó a dar giros apoyado en su cabeza, cuando pensamos que su cabeza seguiría girando proyectada al infinito apareció una foca con una pelota. La pelota venía amarrada a sus aletas caudales. Después comprendí que la dificultad de la suerte era permanecer erguida la mayor parte de tiempo y que la pelota sólo estimulaba ese anhelo bípedo. Indiferentes a este simulacro, los espectadores se movían impacientes esperando la entrada del tigre, que cinco minutos antes de su aparición una señora, a dos sillas de la mía, comentaba con su vecina de asiento,”ya huelo a tigre”.
Con una jeta elegante y presuntuosa, la presencia del tigre resultó chocante, su domador, atizando su látigo en el aire, sudaba copiosamente desesperado por conseguir que el tigre abandonara su evidente superioridad. Cuando el público comenzaba a darse cuenta de las fatigas del domador, el payaso salió al rescate, levantó su dedo índice y de las alturas vimos como se columpiaba un hombrecillo disfrazado de mono con una larga cola que le servía de tercera mano, su habilidad era de otro reino, de reojo observaba la cara de mi vecino, fascinado, ante tal vez su recuerdo arbóreo, abría los ojos como si quisiera aprender nuevas habilidades. EL hombrecillo se columpiaba una y otra vez, con una mano, con las dos; con la cola y, para decepción de los espectadores, nunca se soltó. Cuando la monotonía del balanceo me adormecía, el payaso, siempre oportuno con su instinto teatral, con sonoro aplauso, nos alertó de los alambristas que en las alturas de la carpa, caminaban quitados del vértigo. Dos indescifrables personajes, estaban a tal altura que era imposible distinguir sus piruetas y valor demostrado quedaba disminuido por la lejanía. Intranquilo, el público comenzaba a sentirse defraudado porque no había ni risa ni tragedia, sólo una larga lista de habilidades y destrezas, tan alejadas de su vida diaria, que no disimulaba su aburrimiento. Intuitivo, y con la esperanza de que se repitiera el aplauso inicial, el payaso intento dar un pirueta descomunal y con descompuestos ademanes intentaba llamar la atención. EL público, con voluble aspaviento, comenzó a insultar al payaso y a pedir a gritos la devolución de las entradas. Compasivo, salté la línea imaginaria que me separaba del escenario, me acerqué al payaso con la intensión de protegerlo, éste, que evidentemente no comprendió mi acto solidario, bruscamente se puso de rodillas. Sentí como la candente luz del reflector nos envolvía. El público aplaudía a rabiar dividido en dos bandos: los espectadores de las sillas verdes pedían la decapitación inmediata y los del lado amarillo exigían la tortura lenta del payaso y del trapecista.
Sinceramente, ya empiezo a fastidiarme del éxito. Llevo dos meses realizando el mismo acto, si no fuera porque en todas las funciones el publico enloquece…
Qué puedo hacer si mi vida es circundante.
Acuarela/papel 56 x 76 cm.