Se detiene en el bazar. Distingue semejanzas: el reloj de la casa de los tíos; la muñeca de trapo de su hermana; la silla del antiguo jefe medallas, amigo de su padre. A veces, se queda pensando que es muy grande ese pasado para su ilegible presente. Su certificado indica que nació un día cualquiera en un enero que nunca nadie recuerda pasado el mes de junio. Por eso le gustan las tiendas de viejo. Todo queda en suspenso y el polvo se acurruca sin empacho. Envejecer no importa entre sucesivos olvidos, se dice.
“Te llama la atención el maniquí de los ojos azules con su gorro y su ropón de monaguillo laico.Tan apacible se siente su semblante. Tan sin amargura, no busca la noticia de la huida o el regreso. Piensas que tu madre, ya sin sabor de vida, puede estar envuelta en esa cortina o encerrada en ese baúl para salir y decirte a gritos que no pierdas el tiempo mirando como un bobo. Sigues en pie a la puerta del bazar. Te identificas, bien lo sabes, con ese otro sin carne que se pone su gorro, que mira al poniente para dejar que llegue el entusiasmo del poder ser. La realidad es un entrevero. ¿No lo sabias?”
No se decide a entrar. Duda. Espera. No sabe qué esperar. Todos están dormidos. Las remembranzas. Los domingos; los días de luto. Fatigados, los ojos deciden buscar otros cuidados. Calle abajo, cuando parecía que se reencontraba con su paso en alta voz. Llegó la imagen tremenda de ese jarrón que estaba detrás de la cabeza del maniquí de los ojos azules. Era demasiado real para ser cierto, nunca tuvimos un jarrón chino, se convencía.
Es natural, se dijo, no se puede reconstruir sin confundirse entre las pérdidas.
Sergio Astorga Fotografía Tienda de viejo en Porto, Portugal
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