Lo más sorprendente era verla llevar cinco platos y tres vasos tambaleantes en los dos brazos. Usaba una charola pequeña, que no era lo normal en estos casos. De niña lo hacia con las muñecas y los peluches de su hermano. Todos pensaron que esos prodigios merecían mejor suerte. Asediada, comenzó a engreírse, hasta que no tuvo más remedio que entrar a la cadena de restaurantes para ganar mil quinientos al mes, más una comisión por si vendía dos mil pesos diarios. Se le veía ir y venir, confiada en su facilidad para mantener el equilibrio. Alguna vez tuve ocasión de mirarle a los ojos, así, muy de cerca, su mirada serena, como de abeja concentrada en el panal, le daba la seguridad del movimiento. Nunca la vi caer, ella balanceaba las caderas con un meneo entallado como si no supiera que llamaba la atención. Se llamaba Elizabeth.
Un día al despertar, un hombre le susurró con fuerza en el oído, y sin abrir los ojos, Elizabeth, nunca más halló el equilibrio.
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