Las atrocidades nunca vienen solas, se leía en un baño público. Y era verdad, pero lo que no explicaba esta sentencia es la perversa manera que tenemos de verlas venir y quedar pasivos. Así le pasó a la familia de Donald. El chamaco les salió misógino, vulgar, y por más que intentaron ablandar su nunca hallada humanidad, los instintos quedaron sueltos, sin amarre. Pero, tenemos un largo rato gustando de estos bichos, ¿nos gusta acaso la pólvora y el sacrificio? El fósforo enciende rápido en nuestra apatía. Entendámonos, nuestro martirio tiene mucho de nuestro gusto por la fealdad y por los clavos. Así les pasó a los papás. No hubo retorno, se entrelazaron la ceguera y el miedo. Nunca lo enfrentaron y de mayor, sólo aprendió a masacrar la indecisión de los otros. Que el mundo es así, lo dicen todos los desaparecidos y sigue vigente el idioma de los huesos, de la zona fría. ¿Qué dicen los vivos? ¿la agonía mundial? Los padres de Donald, están en blanco, atascados en el círculo del déspota. Sin embargo, en el barrio, los vecinos se han reunido y han sacado filo a los lápices y se siente un sudor de nube y de esperanza. Tuvo que ser Teresa, la mujer que lo cobijó engañada, la que tuvo que abrir el grillete y enfrentó al chamaco y le aplico la física de aquí no pasas y los pocos hombres que había en el entorno, dejaron de ser mendigos y unieron sus gargantas. ¿Habrá tiempo? preguntaban los padres. Hacen falta voluntarios, les dijeron. Otra ves los voluntarios llenándose los hombros para cantar el himno siempre trunco de las voces.
Es bueno que el vecindario comience a valorar el sonido de las sílabas en las frases. No hay micro que no lo sepa.
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