No tenía aliados, ni narradores. Puso su nombre al servicio de las calles y eso no es tener ciudad, ni casa. La ciudad siempre se construye y él está hecho, no necesita más, tiene buen corazón, una mente simple y la convicción que que con ello sus noches tienen la suficiente negrura; como la tuya, como la mía. En la medida que su vida avanza como una línea oscura en un lienzo blanco, combate sin descanso el motivo del porqué se pica piedra, se perfora y no hay refugio. La pena de no tener lugar común, ni de palabras, lo hace triunfar de los motivos insulsos, estúpidos. El cierra la puerta a la pobreza de las horas y solo, sin ayudantes, ni aprendices, va pintando los muros con cal. No se piense, ni se intuya que él no ama la vida. Él ama la caricia del soplo, del impulso de sol que palpita, dice, delante de los huesos, dentro de ellos, con ellos. Abriga deseos de plantar, de que nazca algo, una flor si se puede, un árbol si es preciso. Cuando era niño y se sentía bonito se pinchó el dedo. La sangre lo desborda desde entonces, mana, la va regando por el camino, el de ida y el de retorno.
No le preguntes, no le estorbes. Se buen vecino, vuélvete a tu casa, límpiate el sudor, toma una taza de café y limpia los asientos con agua corriente.
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