Un tataranieto fulgor llegó por la izquierda de la calle. Hasta las lágrimas dieron paso al sol. Los niños miraban con su boca el diorama y la fórmula de los almuerzos dejaba el plato vacío. Yo la miraba pasar con ese mirar cansado y ateo, tan hondo era mi mirar que ella se quedaba vaporosa, sin cuerpo, como estremecida por la neutra distancia del ayuno. Yo creía que al mirar no se sufre. Ella con su trenza humana me dejaba como a las siete de la mañana con los párpados hinchados y con ese pensamiento carpintero buscando las partes para colarlas. Me cae la queja metafísica y la deuda eterna me enferma boca arriba. Mi cordura se fija al vientre y ella pasa, largamente como una llamarada arropándose sudorosa en su cadera. En mi mesita de cama se besan las cartas, las lámparas encendidas como para mantener el cuello, como para sanar la noche. Ni siquiera buscar suspiros mentalmente recompone. Hay mugre en la camisa y un poco de hombre ha quedado en los zapatos. Sudar de vergüenza para recordar la niñez. Ella pasa, no recuerdo su nombre, tal vez nunca lo tuvo. Ella será, tendrá que ser para que valgan los caminos. Es un esfuerzo. Enorme. Honradamente les digo: a veces me cansa esta visceral contaduría.
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