Como de costumbre, la noche con su luna jineteaba oronda. Las moscas daban vuelta sobre la fruta que en la mesa, esperaba ser servida de desayuno. El pensamiento, como último cuchillo, abría la conjetura de otro mundo. Ese mundo buscaba el duende Martín. Derrotado de la última provincia donde fue expulsado, llegó a estas calles a pie, con la sentencia en el rostro de nunca más hacer pronósticos. Su suerte es compartida con esos rostros anónimos, esas manos rajadas de tanto amasar; ese tiempo antipático con la esperanza.
Como siempre, hay en algunas calles unos barquitos pintados en la pared con su banderín rojo poblado por siete lunas. Cosas de barrio, le dicen. Ese futuro ilusorio le ha gustado al duende Martín.
Esta torpe historia puede comprobarse cuando hacemos el simulacro de vivir al día.
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