Desesperado, el Príncipe, fascinado por el hermoso pie de su amada, buscaba zapatero competente. Como en su reino no había seriedad en el oficio. Mandó embajadores a otras tierras a ofrecer una cuantiosa recompensa al virtuoso zapatero que consiguiera agrandar las zapatillas de su difunta esposa. Tres años viudo, encontró al segundo amor de su vida. Los pies perfectos: inmaculados, redondeados, suaves, eróticamente bien dotados; el único inconveniente era que calzaba del número veinticuatro. Su difunta esposa, la de los pies perfectos, calzaba del veinte y uno. Las zapatillas, regalo del hechicero de su padrino, tenían el sortilegio azul de la fidelidad, en un reino como el suyo en que sus enemigos no dudarían en cortejar a su amada, no podía darse el lujo de acabar con el hechizo. Así que esas zapatillas azules tenían que servirle a su nueva esposa.
Al quinto mes de búsqueda encontraron a un zapatero muy catado llamado “Pepe el curtidor”. De inmediato se puso manos a la obra.
Al cuarto día, del brazo del zapatero, su futura esposa, daba pequeños pasos en el salón, preocupada de que tan buen partido, fastidiado, pusiera pies en polvorosa. El Príncipe, no cabía de alegría al ver las zapatillas azules por fin en los pies de su amada.
El zapatero, antes de recibir su recompensa en oro, advirtió al Príncipe que durante algunas semanas, la futura Princesa no podría quitarse las zapatillas hasta que se amoldaran sus pies a la nueva forma. Demacrada, la futura Princesa, sonrió al zapatero y éste, al despedirse, notó que en su mochila se asomaban diez hermosos deditos que inmediatamente cubrió con su pañuelo.
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