Como esa alegría súbita que sube caliente por nuestras venas, así eran sus días. Entre tanto sobar con sus pezuñas los caminos parecía que brillaban. Los senderos eran castaños e innumerables los remolino que levantaban el polvo.
Con el paso del tiempo el camino ha quedado limpio. Las hormigas siguen en fila en sentido contrario llevando restos de caracoles ya cadáveres.
Hace milenios, cuando su galope se rajaba por la sed del salvaje, su lenguaje era el monosílabo de la pradera. La voz de mando de la rienda era lejana y su traje de batalla era su lomo al sol.
El manantial de las imágenes se amontona. Los caminos se cruzan. No hay reconciliación en las edades.
El niño, subido en el carrusel, encaja su zapato a manera de espuela en los ijares, y al grito de ¡Arre cuaco!. Gira que gira durante horas.
Sí, dices bien, el milagro es ese inmenso territorio tramontano
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